sábado, 9 de abril de 2011

Pedro Salcedo, artículo para El Mundo

Cocina Tradicional vs Vanguardia


Se han derramado ríos de tinta sobre la llamada “guerra de los fogones”. Que si la cocina tradicional, que si la cocina moderna o de vanguardia o como se llame. Entre los artículos de opinión que han caído en mis manos, y los que mis amigos y clientes me han traído por aquello del morbo, reconozco que he leído juicios para todos los gustos, y eso está muy bien, la diversidad de pareceres es una cantera que alimenta y estimula, al menos a mí, las convicciones personales sobre dicha pelotera.
Quien conozca mi mesa, no va tener dudas de que lado está mi cocina, pero no se trata de estar aquí o allí. El tema puede ser tan sencillo y tan complejo a la vez, que con una simple palabra, pienso que podríamos resumir todo: “respeto”.
Jamás hablaré mal de un cocinero, sea cual sea la técnica que utilice. Conozco a gente que guisa, mejor o peor, y es consecuencia de la enseñanza recibida o dependiendo en la fuente que haya bebido, cualquiera puede cocinar.
Santamaría vs. Adria, reconozco que se me escapa, yo suelo tener los pies en el suelo, ya se encarga mi madre, consejera y maestra, como el tutor que se ajusta a una estaca de olivo, de hacerme madurar lo más recto posible. Por supuesto, no voy a entrar en quien se lleva el gato al agua, presumo que cada uno tendrá sus razones para que a la hora de convertir los mismos alimentos, usen técnicas desiguales para obtener unos resultados muy distintos.
Por lo tanto no hay que tomar “pollos a pelar”, cada cual que acuda con su estomago al mantel que más le guste, otra cosa es que hay comensales que por darselas de entendidos o de snob, pretendan mofarse de la cocina de nuestras abuelas, la de mi madre y mi padre, y eso no lo voy a consentir. Una cosa es la libertad de elegir un tipo de cocina, y otra muy distinta es el descrédito que se está mostrando hacia la cocina tradiconal por parte, sobre todo, de ciertos sectores de pseudos ilustrados críticos en cocina, cuando algunos no saben ni arrimarse a una sartén para hacer un huevo frito en aceite de oliva. Denuncias, como que nos hemos quedado en la prehistoria gastronómica, cocineros de evolución cero o restaurantes de mantel de hule, son frecuentes entre los que no comparten nuestro entusiasmo.
Yo que culpa tengo de haberme criado entre sartenes de hierro, fogones y alcachofas. Si un día a pesar de haber estudiado, elegí lo que hoy soy. Yo que culpa tengo de haber tenido el mejor padre del mundo, que me reclamó hasta lo que pude dar de mi mismo, que me educó el paladar, que me transmitió su sano fanatismo por el aceite de oliva. O yo que culpa tengo por tener la mejor catedrática en cocina, mi madre, paciente y bondadosa, que hasta hoy, y a pesar de los años que llevo robándole el protagonismo, la necesito en mi cocina más que nunca.
Mi cocina ha evolucionado en su justa medida, me subí al carro del acero inoxidable, de la envasadora al vacio y de la termomix. Pero confieso que las alcachofas, las patatas a lo pobre o el bacalao con tomate, se continúa elaborando como la primera vez que ingresé en cocina, y que no existe artilugio alguno, ni analogico, ni digital, que haga milagros. Acaso somos herejes culinarios al pretender ofrecer a nuestros comensales las recetas trasmitidas desde el legado que nos regalaron nuestras abuelas. No conozco que se le otorgen galardones en forma de estrellas de una conocida marca de neumaticos a restaurantes que realicen cocina tradicional, ni falta que hace.
Cada región tiene su identidad propia, si todos vamos a cocinar lo mismo, si en las escuelas van a enseñar a los futuros cocineros lo mismo, a usar espumas, sifones o nitrogeno líquido, terminaremos por globalizar la cocina, chocaremos con sabores y texturas muy parecidos en regiones del norte o del sur, en Jaén o en París, esa perdida de identidad me entristece profundamente.
Nuestros platos tienen tanto amor o más que cualquier creación de esas que parecen esbozos abstractos realizados en una especie de laboratorios exentos de gravedad. Acaso si el cabrito lo asamos como nos enseñaron, o si las gachas no las convertimos en espuma,  estamos pecando de herejes.
Recuerdo una ocasión que un buen amigo cocinero de los de vanguardia, de esos que usan nitrógeno liquido, y estando mojando sopas de pan en el aceite del paté de perdiz en mi mesa, le apuntó uno de mis hermanos: cuidado con explotar en la cocina y salir volando, y yo me dije, lo que nos faltaba, encima del calor que pasamos  vamos a tener que llevar paracaídas. 

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